Sobre 2666



Aprovechando el encierro, decidí embarcarme en la lectura de algunos grandes libros largamente postergados y así, finalmente, tocó turno a 2666. Debo decir, para empezar, que me sumé tarde al reconocimiento y la admiración por Bolaño con Los detectives salvajes hace algunos años. No comparto la devoción fanática que el escritor chileno suscita en tantos de sus lectores –una cuestión fundamentalmente generacional, supongo, fenómeno muy parecido al de Cortázar en los años sesenta y del que se podrían sacar algunas lecciones sobre el futuro que probablemente le aguarda–, pero me pareció evidentemente un narrador excepcional. Una novela como Los detectives salvajes justifica plenamente la vida de un escritor (sin mencionar sus novelas breves, algunas también extraordinarias). Está claro que Bolaño fue un verdadero autor, un artista notable, pero no, sospecho, por su obra póstuma.

La sola dimensión de 2666 (más del mil páginas) intimida. ¿Se trata realmente de su obra maestra y una de las grandes novelas de la historia? En varias encuestas de las que favorecen los suplementos culturales, 2666 aparece como el libro más importante de lo que va del siglo XXI. Presiento que en algunos años, no muchos –como ha sucedido, por ejemplo, con Rayuela– disputará más bien otro premio: el de la novela más sobrevalorada del siglo XXI. Aclaremos que se trata, desde luego, de una obra monumental, ambiciosa y meritoria, a años luz de la basura comercial que se acumula en las mesas de novedades y que es sustituida semanalmente como comestibles de súper mercado, pero ni remotamente la obra maestra por la que se la quiere hacer pasar. ¿En serio alguien creerá que se le puede poner junto a, digamos, el Quijote, el Tristram Shandy, Moby-Dick, Rojo y negro, Los hermanos Karamazov, Ulises, El proceso o el Doctor Fausto?

Sospecho que en la veneración que despierta mucho tiene que ver la extensión, la masividad de la novela, como si llenar páginas fuera un merito en sí mismo (y a 2666 le sobran varios cientos), hecho que, por cierto, ha causado algunos estragos en la narrativa hispánica posterior entre escritores que claramente intentan seguir el modelo. En una de las partes más citadas de la novela, el narrador lamenta que los lectores prefieran las breves obras maestras a las obras extensas (como si la grandeza narrativa, por otra parte, se midiera por la extensión, criterio con el que habría que ir marginando a, digamos, Borges): Bartleby y no Moby-Dick, La metamorfosis y no El proceso, Un cuento de Navidad y no Pickwick:

 

Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren caminos en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamientos, pero no quiere saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

 

Es verdad, claro, que el escritor que está descubriendo una nueva veta del arte tantea, se ensucia, se equivoca, etc., como prueban, por ejemplo, Montaigne o Cervantes, dos verdaderos descubridores, pero también que el verdadero maestro, como muestran ellos mismos, es el que sale airoso de esa prueba y emerge con una obra nueva y mayormente lograda. No es el caso de 2666. Quizá buena parte de la impresión de desarticulación y pesadez que causa se deba a la decisión editorial, no del autor, de empeñarse en hacer una sola gran novela, en lugar de las cinco por las que se inclinaba Bolaño en sus últimos tiempos. Cada lector puede jugar a armar su 2666. La parte de los críticos, una versión reducida de la parte de los crímenes y la parte de Archimboldi habrían hecho, creo, una notable novela.

Pero hay, quizá, algo más grave. Uno de los personajes de la historia, un escritor, dice:

 

El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.

¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido de que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío.

 

Dejemos de lado la paradoja de que el proceso de reconocimiento y canonización que se describe es muy parecido al que ha experimentado la propia obra de Bolaño, la cuestión es que en 2666 hay mucho de ese juego, de esa equivocación, de esa apariencia –el juego noir de la parte de Fante, la estéril acumulación de párrafos de la parte de los crímenes, la apariencia de profundidad de algunos aspectos de la parte de Archimboldi– que aquí se censura. Naturalmente, Bolaño, que era demasiado buen escritor para no saberlo, era consciente de ello.

Monstruosa, desigual, brillante a ratos, exasperante en otros, 2666 no será, quizá, la obra maestra del futuro. La monumentalidad de su fracaso, sin embargo, dará cuenta sobrada de la ambición y la grandeza de su autor.

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